
Ha pasado mucho tiempo. Cuando me da por recordar los días previos a aquel lunes de marzo siento el mismo escalofrío que recorría mi cuerpo, señal del miedo que tenía a lo desconocido. No sabía a lo que iba ni tampoco lo que pasaría en el transcurso del tiempo, porque a fin de cuentas la U es la U, otro cuento, otro mundo. A pesar de mis obsesiones académicas y las películas que pasaron por mi cabeza, era otra cosa lo que se apoderaba de mis pesadillas: el poder encontrar amigos.
A decir verdad no soy un tipo sociable, por motivos que quizás más adelante, en otro día y en otro texto, conocerán. No soy una persona de muchos amigos, más bien son escasos, pero han salido buenos, cada uno una joyita con un gran valor. Es cierto, son un poco “especiales” o, como dice el común de los mortales, son raros y cada uno con sus propias trancas. Qué más da, si al fin y al cabo ninguno de nosotros puede considerarse normal. Como digo yo, “la normalidad es solo cosa de científicos”.
Llegó el famoso día, usurpador de mis dulces sueños y efectivo inhibidor del apetito. Con mi polera y mi buzo, previniendo el famoso “mechoneo”, entré por primera vez al campus en mi calidad de estudiante. Yo no era un ser humano, sino un atado de nervios con patas cuando vi por primera vez a mis compañeros. En el balcón, en la misma situación que la mía, una morocha, hija de la arena del desierto y del agua del mar, observaba el nuevo mundo. Esa chica a la que no le presté la mayor importancia jugará un rol clave en la historia que les empiezo a contar. Ojo, es el comienzo….no el fin.
La primera clase la sorteé sin problemas. Eso sí, una chica con mucho carácter, aunque no lo quiera admitir, levantó la mano y nos contó una mala experiencia que tuvo con un profesional conocido de nuestro país. Eso no sería nada si ella no se hubiese puesto a imitarlo, mientras el resto la miraba con cara atónita. “Ella es bien rara”, le comenté a mi compañera de asiento. Jamás pensé que horas más tarde encontraría en ella algo muy especial.
Con la primera persona que hablé fue con una sureña que venía del campo a la ciudad, sacrificando a su chanchito mascota por el smog de la capital. Ella se acercó a mí y entablamos una grata conversa. Pero tras la ceremonia oficial de recibimiento, ella se fue por su lado y yo me fui con ella, no con la sureña, sino que con la rara. En los computadores revisamos nuestros horarios y ¡oh!, sorpresa, coincidían nuestros tiempos.
Llegó la hora de almuerzo y el hambre es un enemigo con el que no podemos combatir. Tomamos el bus a la zona comercial de la clase media - alta. Al llegar, el lugar escogido fue una conocida heladería y, en la terraza que está en la calle, continuamos la grata charla que se inició en los pasillos de mis sueños y pesadillas. La diferencia es que ahora eran temas más profundos, verdades ocultas guardadas en los recovecos de nuestas almas, ajenos a las miradas desconocidas. El reloj marchó rápido y nos fuimos a caminar por la costanera del río en dirección hacia el centro.
Habían pasado cinco horas y la ardua caminata la dejó cansadísima. A mí no, ya estoy acostumbrado. Nos despedimos en la otra universidad, no la del pueblo sino que la de Dios. La vi alejarse por la concurrida calle. Sonreí….encontré a mi primera amiga en la U.
A decir verdad no soy un tipo sociable, por motivos que quizás más adelante, en otro día y en otro texto, conocerán. No soy una persona de muchos amigos, más bien son escasos, pero han salido buenos, cada uno una joyita con un gran valor. Es cierto, son un poco “especiales” o, como dice el común de los mortales, son raros y cada uno con sus propias trancas. Qué más da, si al fin y al cabo ninguno de nosotros puede considerarse normal. Como digo yo, “la normalidad es solo cosa de científicos”.
Llegó el famoso día, usurpador de mis dulces sueños y efectivo inhibidor del apetito. Con mi polera y mi buzo, previniendo el famoso “mechoneo”, entré por primera vez al campus en mi calidad de estudiante. Yo no era un ser humano, sino un atado de nervios con patas cuando vi por primera vez a mis compañeros. En el balcón, en la misma situación que la mía, una morocha, hija de la arena del desierto y del agua del mar, observaba el nuevo mundo. Esa chica a la que no le presté la mayor importancia jugará un rol clave en la historia que les empiezo a contar. Ojo, es el comienzo….no el fin.
La primera clase la sorteé sin problemas. Eso sí, una chica con mucho carácter, aunque no lo quiera admitir, levantó la mano y nos contó una mala experiencia que tuvo con un profesional conocido de nuestro país. Eso no sería nada si ella no se hubiese puesto a imitarlo, mientras el resto la miraba con cara atónita. “Ella es bien rara”, le comenté a mi compañera de asiento. Jamás pensé que horas más tarde encontraría en ella algo muy especial.
Con la primera persona que hablé fue con una sureña que venía del campo a la ciudad, sacrificando a su chanchito mascota por el smog de la capital. Ella se acercó a mí y entablamos una grata conversa. Pero tras la ceremonia oficial de recibimiento, ella se fue por su lado y yo me fui con ella, no con la sureña, sino que con la rara. En los computadores revisamos nuestros horarios y ¡oh!, sorpresa, coincidían nuestros tiempos.
Llegó la hora de almuerzo y el hambre es un enemigo con el que no podemos combatir. Tomamos el bus a la zona comercial de la clase media - alta. Al llegar, el lugar escogido fue una conocida heladería y, en la terraza que está en la calle, continuamos la grata charla que se inició en los pasillos de mis sueños y pesadillas. La diferencia es que ahora eran temas más profundos, verdades ocultas guardadas en los recovecos de nuestas almas, ajenos a las miradas desconocidas. El reloj marchó rápido y nos fuimos a caminar por la costanera del río en dirección hacia el centro.
Habían pasado cinco horas y la ardua caminata la dejó cansadísima. A mí no, ya estoy acostumbrado. Nos despedimos en la otra universidad, no la del pueblo sino que la de Dios. La vi alejarse por la concurrida calle. Sonreí….encontré a mi primera amiga en la U.
¿Qué tiene que ver el título?, se preguntarán. Ni yo lo sé. Quizás sea por la Meia Lua Inteira, la media luna llena que ilumina esta noche, en la que me decidí a escribir. La misma que me acompañó en el verano mientras me sentaba en el patio de mi casa para apreciar la noche.
Esta Meia Lua Inteira no es el fin, es el comienzo y aún queda muuuuuuucho por contar. Pero no ahora, sino que otro día y en este mismo lugar....en La Sombra del Errante.
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